Lo que nos enoja de cierta actitud de alguien o lo que nos
molesta de una determinada
situación que nos toca enfrentar, es que nos
muestran, tal como si fueran un espejo,
un rasgo o un conflicto que en realidad
es nuestro, que forma parte de nuestro
mundo interior.
La situación o la persona que nos enojan, recrean frente a
nosotros una característica
propia, de nuestra personalidad. Pero no una
característica cualquiera, sino una con
la que no estamos conformes, que nos
resulta especialmente desagradable y a la que
combatimos en nosotros mismos.
Este proceso por el cual vemos “afuera” rasgos o
conflictos que llevamos
“adentro” se conoce como proyección, pero no es precisamente algo
nuevo.
La novedad es que podemos sacar provecho de estas situaciones
o personas que tanto
nos afectan, porque nos permiten descubrir aquellas
características nuestras que nos
disgustan profundamente o aquellas actitudes
injustas o desconsideradas que tenemos
hacia nosotros mismos y que tanto dolor
nos provocan.
Siempre, sin excepciones, lo que nos disgusta ver
“afuera” tiene su equivalente
en nuestro mundo interno, donde no podemos verlo
fácilmente. Y si odiamos
eso que vemos afuera, también odiamos a esa parte
nuestra a la que tanto se
parece.
Y para reconciliarnos con nosotros mismos, para aceptarnos,
para querernos, para
aumentar nuestro nivel de autoestima, es necesario que
conozcamos estas características
que consideramos negativas, que entendamos que
corresponden a un cierto estado de
evolución o de aprendizaje en el que nos
encontramos en este momento, que las
aceptemos con tolerancia y comprensión, y
que nos amemos profundamente aún
teniéndolas, de la misma manera en que nos
resulta muy fácil amar a un niño aunque,
lógicamente, también él tenga que
completar su evolución y aunque todavía le queden
muchas cosas por aprender.
Comprendido este proceso, identificado el verdadero origen
de nuestro enojo, ya no
resulta posible sostenerlo por mucho tiempo. Tenemos
por delante, entonces, un nuevo
desafío, mucho más estimulante que el de
combatir (sin posibilidad de éxito) contra la
realidad, y mucho más agradable
que el de tratar de obligar a los demás a que se
ajusten a nuestras exigencias.
Es el desafío de amarnos, de amarnos incondicionalmente.
Y perdonar, entonces, es muy fácil. Es la lógica
consecuencia de comprender que nunca
existió la ofensa que habíamos percibido.
Que el dolor experimentado era real, sí, pero
que la herida nos la habíamos
infringido nosotros mismos, mucho tiempo atrás.
Axel Piskulic
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