Aceptemos que no somos los dueños de la verdad.
Es el primer paso en el camino del aprendizaje.
Escuchar debería servirnos sobre todo para aprender la parte del todo que todavía ignoramos.
Nadie tiene el monopolio de la verdad, centrémonos en la necesidad de completarnos con la verdad de otros.
Esto conlleva, claro, una importante cuota de humildad, porque aprender siempre es un acto humilde.
Anclados a nuestra soberbia, nada puede sernos explicado.
El que no se anima a bajar del pedestal de creer que se lo sabe todo, nada puede aprender de los demás a los que sin escuchar desprecia porque supone, o peor aún, decide, que nada pueden enseñarle.
El siguiente paso del camino es entonces aprender a aprender. Escuchar con humildad.
Saber lo que sabemos y lo que no sabemos y enriquecernos con el saber de otros.
Cuenta un viejo cuento tradicional que había una vez un hombre que buscaba la verdad.
Le habían dicho que la verdad era una luz radiante, que iluminaba hasta el más oscuro
de los rincones de la ignorancia.
El hombre buscó y buscó la tal luz y al no hallarla se apresuró a empezar a decir que la verdad no existía.
Una noche muy clara, cuando bajó a su aljibe por agua, vio en lo profundo el brillo de
un círculo enorme reflejado en el fondo del pozo.
-Es la verdad -pensó-, existe y la tengo yo en el jardín de mi casa.
Henchido de orgullo y vanidad salió a gritar por el pueblo que tenía la verdad brillando
en el fondo de su pozo de agua. Muchos se burlaron de él y el hombre los trató con desprecio.
Estos son como yo era -pensó-, no creen en la verdad porque nunca la han encontrado.
Otros simplemente no le creyeron.
Escépticos -les gritó-.
Y unos pocos le escucharon con atención y le dijeron que ellos también tenían la verdad
en su aljibe.
Estos últimos lo irritaron un poco.
Pensó al principio que eran pobres ingenuos que
creían tener la verdad pero que no la tenían ciertamente; sin embargo después de ir a la casa
de algunos, los más amigos, comprobó que la luz
de sus pozos era por lo menos tan radiante como
la del suyo.
Hay muchas verdades -concluyó-. Cada uno tiene
la propia y todas irradian su propio resplandor.
Un día al visitar el pozo para dejar que la verdad iluminara su rostro, miró en el fondo y no encontró
el brillante círculo luminoso.
El no lo entendió en un primer momento pero el viento soplaba muy fuerte esa noche y
el agua agitada dentro del pozo no llegaba a reflejar la luz de la luna que a pesar de todo brillaba radiante en el cielo. Pensó que la verdad lo había abandonado y se sintió triste y desesperanzado. En un retorno a lo divino alzó los ojos llorosos al cielo… y la vio.
Entonces comprendió. La luz de su aljibe no venía desde dentro. La suya y la de otros
eran el reflejo de la luna en el firmamento espejada dentro de cada pozo. Reflejos que iluminan.
Así evoluciona nuestra relación con la verdad. Empezamos desconfiando de que alguna verdad exista. Antes o después descubrimos un pedacito de ella y nos enamoramos de
nuestro descubrimiento. Nos creemos superiores y dotados, portadores de una verdad
única e incuestionable.
Con el tiempo nos vemos obligados a aceptar que hay otros que también tienen su
verdad; y después de intentar descalificarlos sin éxito, los incluimos en la lista de
elegidos, que por supuesto integramos, la nómina de aquellos que encontramos la
verdad.
Finalmente nos damos cuenta de que la verdad no es algo que alguien pueda poseer.
Nos damos cuenta de que solamente podemos acceder al tibio reflejo de su luz y
esto ni siquiera permanentemente. Encontramos por fin el lugar de la humildad del
que sabe lo que no sabe y está decidido a aprender.
Aceptemos pues que nadie tiene la verdad, en todo caso poseemos, y por momentos, pequeños retazos de ella, reflejos de una verdad mayor que nos ilumina a todos.
Jorge Bucay